15 may 2008

Por una ley de la Democracia Participativa

(LPR). -Cuando la radio nacía en agosto de 1920, era una aventura de algunos locos. Su primera transmisión, de la Ópera Parsifal, adelantaría el potencial educativo y divulgador del medio. No pasaron muchos años para se viese también la potencialidad económica de la radiodifusión. En Latinoamérica, fue este el modelo de explotación de las ondas hertzianas, definidas como interés público, a imagen y semejanza del modelo norteamericano de las comunicaciones. Pensar en la comunicación social como patrimonio nacional fue ajeno a la legislación sobre medios.


Casualmente, todas las leyes de radiodifusión (excepto la ya lejana 14241, sancionada por el Congreso en el año 1952) fueron resultado de decretos ley de gobiernos dictatoriales. Así se llega a 1980 y la sanción decreto ley Nº 22285 de Radiodifusión, una legislación discutida siempre entre pasillos, pero que nunca cobró fuerza para ser agenda pública. Parece que la hora ha llegado y que es momento de derribar esta ley dictatorial.


Si en la década de 1920 parecía difusa la rentabilidad de las comunicaciones, y en los ’50 era evidente el poder de los medios en la construcción de consenso social, desde los ochenta vivimos en una escalada de los negocios de las comunicaciones. La internacionalización de los negocios, la concentración de la propiedad, la convergencia de nuevas tecnologías. En fin, los medios ya no fueron solo un espacio de poder ideológico, sino, principalmente una instancia de negocios. Partiendo de esta realidad es que echaremos una mirada sobre la ley 22285, sus modificaciones en los noventa y las consecuencias que trajo.


Lupa en mano: el artículo 4 define a la radiodifusión argentina como un servicio de “interés” público. Es decir, abre las puertas pensar una lógica comercial y competitiva. En Europa, y en muchos otros proyectos que han caducado en diversas regiones de las periferias, las leyes definían a la radiodifusión como servicio publico. De este modo, el Estado, pero también los prestadores de los servicios poseían un compromiso social y estaban obligados a cumplir ciertos requisitos democráticos como el acceso y la participación.


La propiedad de los medios de comunicación en nuestro país, según la ley de la dictadura, tampoco era muy alentadora. Una estructura mixta, donde sólo pueden ser propietarias las sociedades comerciales, a excepción de la Iglesia Católica y las Universidades que ya poseían licencias. El Estado también puede ser emisor, pero de modo subsidiario, en otras palabras, donde haya explotación privada, nadie puede inmiscuirse. Las organizaciones sociales, las cooperativas, las escuelas, las universidades que a la fecha no poseían licencia, es decir, la gran mayoría del arco social queda excluido del derecho a la comunicación. Durante la década de 1990, las distintas modificaciones apuntaron a asegurar que las grandes empresas accedieran a medios de comunicación cuando se privatizaron los canales de aire y las radios a principios del período menemista. No se legisló nada nuevo, sino que se remendaron los artículos que prohibían el desarrollo de los multimedios. Decreto tras decreto se llegó a permitir que un conglomerado empresarial pueda poseer un canal de televisión y una radio por provincia. Por lo tanto, la estructura de propiedad mixta, no era complementaria, sino al servicio de los intereses del capital privado, generalmente ligado a los gobiernos de turno. Así llegamos al presente. Las regulaciones sobre contenidos fueron también, en este sentido, un indicador de cómo en nombre de la rentabilidad pueden trastocarse y justificarse elecciones estéticas. Y la frutilla del postre estuvo dada por la renuente intervención de un COMFER que quedó sólo en manos del poder. Así es la aplicación de la ley.


Esta es la realidad de la radiodifusión en nuestro país, con una regulación que atenta directamente contra la mayoría de una sociedad que ve violada sistemáticamente su derecho a la comunicación. Hoy la voluntad exige una ley que descentralice la producción de contenidos, que más actores puedan emitir, que se garantice el acceso en un sistema mixto, donde el Estado y las organizaciones puedan poseer su derecho de antena.


Todo cobra sentido si los medios de comunicación son una herramienta que aporten a la democratización, y no olvidando que sólo puede garantizarse con acceso universal y participación popular, única manera de convertirnos en productores de ideas, sueños y proyectos colectivos.